No veo la razón por la que tenga que haber bedeles o
conserjes, personal de secretaría y administración, personas para funciones
auxiliares en los centros educativos públicos. Se escoge al más chulo y matón
del grupo, se le nombra encargado del orden y unos cuantos empleos que
recortamos: fuera los ordenanzas. ¿Para qué valen los currículos, las buenas
notas y los certificados de estudios? ¿Garantizan un buen trabajo, un trabajo
siquiera? No, porque no premiamos el esfuerzo. Luego fuera los administrativos.
Fuera también el personal de limpieza: prioricemos la libertad de los alumnos
que eligen vivir entre detritus y mugre, como en los botellones que tanta pasta
nos dan y, de paso, tantos cerebros pudren y aborregan, no coartemos la
soberana decisión juvenil de rodearse de mierda.
Ni siquiera hablo de la inutilidad que suponen bibliotecas
escolares (¿quién lee hoy en realidad teniendo videojuegos y la tele
generalista que tenemos?), del dispendio que suponen laboratorios de ciencias y
de idiomas: con un Youtube de «Los
experimentos de “El hormiguero”» y una academia para quien se lo pueda pagar,
arreglados). Ni siquiera me extiendo en lo bobo que es mantener gimnasios, con
lo guapo que es el deporte al aire libre, bajo lluvia y sol, en el barro y
entre piedras.
Y si nuestra clara vista neoliberal no se ve enturbiada por
trasnochadas y nostálgicas querencias socializantes sobran aulas y profesores a
punta pala, sobran hasta los propios edificios escolares. ¿Acaso un maestro
como Dios manda no es capaz de pastorear él solo un centenar de alumnos al aire
libre, en un descampado? La sociedad del bienestar nos ha vuelto unos
blandengues y unos nenazas. ¿Mil alumnos? Con diez profesores (¡o menos!) va la
cosa que arde. Implementemos, arriesguemos operativamente, imbriquemos en
valor, diseñemos en base a unas plantillas docentes mínimas y con un horario
castizo: de sol a sol. Siendo tan pocos, muy mucho se cuidarían de no cumplir
con sus obligaciones, pues con un despido libre, con un despido macho, se les
manda al paro y se les sustituye por otros más dóciles. Si un día están de
baja, lo recuperan el siguiente sábado o el siguiente domingo. ¿Vacaciones?
¡Pero bueno! ¿Vacaciones encima de contar con el privilegio que supone tratar a
diario con esa juventud nuestra tan dinámica, risueña, inocente, divertida, de
cristalina mirada y suavidad en las maneras? Acabaríamos con la peste de los
interinos y mantendríamos los descampados abiertos todo el año, todos los días
de la semana, aumentando así el tiempo libre de papis y mamis aficionados a la
dejación de funciones. Y que no se les ocurra a los profes seguir dando la lata
con eso de que se les considere autoridad y no sé cuánto: libertad, he ahí
nuestra palabra. Si les insultan, les agreden, humillan o pasan de ellos, es que
algo habrán hecho para merecerlo, basta ya de tanto tiquismiquismo.
Por último, reflexionemos y demos el paso decisivo, el que
aún nos impide tanta ilustración afrancesada: suprimamos de una vez por todas
la educación pública. Eso sí que sería un ahorro de verdad. Un ahorro de la
leche. Un ahorro que te cagas. El ahorro, el ahorrazo, el ahorrón. ¿No hay ya
en el extranjero suficientes entidades donde nuestros hijos pueden estudiar?
¿Acaso no podemos pagarlas ahora que estamos limpiando la cuadra con el despido
a mansalva? Entonces, en buena lógica, ¿para qué queremos mantener las nuestras
siendo las de fuera mejores? ¿No pueden otros sufragar gastos de matrícula e
internado en Suiza, Estados Unidos o Inglaterra? Bueno, pues se siente. Siempre
ha habido ricos y pobres, no vamos a comparar a Dios con un gitano. Quienes no
hayan tenido la habilidad para hacerse ricos que se conformen con mandar a su
vástagos a los descampados antedichos, donde, con un poco de suerte, aprenderán
las cuatro reglas, que bastan y sobran para ser carne de oferta y demanda en el
futuro. Y es que les digo la verdad: no ahorramos porque no queremos, somos la
repera.
Francisco García Pérez
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